MANUEL OSUNA

HABÍA UNA VEZ UN CIRCO

 

     —No creo que pueda hacerlo —avisó el trapecista—. Estamos hablando de un asesinato.

     —Técnicamente es un accidente —puntualizó el mago.

   El payaso, el forzudo y las mellizas contorsionistas asintieron. El domador de leones y la pareja de enanos saltimbanquis, sin embargo, desviaron la mirada.

     —El circo está agonizando —les recordó a todos el jefe de pista. Como director se consideraba responsable de la familia circense e intentaba hacerle comprender a Toni que si estaban planificando a sangre fría la muerte de una compañera era por el bien común—. Imposible poder terminar la temporada. De seguir así nos espera disolver la compañía, malvender lo poco que tenemos y enfrentarnos a la jauría del mundo real.

    Para los allí reunidos era incuestionable que la crisis estaba tocando fondo. Si el público les viera confabulando en el interior del carromato, lejos de parecerles unos intrépidos y admirables artistas, comprobarían que no eran más que unos miserables y errantes desgraciados al borde de la ruina.

    —Ella ha sido una de las últimas en llegar —argumentó el forzudo—. Y vosotros los trapecistas estáis cubiertos por el seguro de vida más elevado de todos. No es nada personal.

     La idea que le proponían a Toni era tan sencilla como aterradora. En su número de doble trapecio con Karina, la joven gimnasta rusa que se había unido a la troupe un par de años atrás huyendo de la miseria de su pueblo natal, Toni simplemente debía propiciar un accidente mortal. Una desgracia laboral que sería recompensada por el seguro con miles de euros, cantidad suficiente para revitalizar el circo y evitar de momento que todos ellos se vieran mendigando en la cola del paro.

     —¿Un accidente así no dañará nuestra imagen? —preguntó una de las contorsionistas, que hasta ahora se había mantenido en silencio.

     —Que hablen de nosotros siempre es publicidad —aseguró el jefe de pista.

    Cuando concluyeron la clandestina reunión, Toni abandonó el carromato apesadumbrado. Por supuesto, habían jurado un pacto de silencio que él no pretendía romper ni con su mujer, su pareja de trapecio durante años, cuyo embarazo y posterior hijo al que cuidar terminó relegando a la venta de entradas en taquilla. Si ella y el pequeño Toñín supieran del plan que se traían entre manos, lo desaprobarían rotundamente. El trapecista pasó cerca de los escuálidos y viejos leones, que dormitaban a la hora de la siesta tras los oxidados barrotes, y deambuló sin rumbo observando la gran carpa roja, remendada y descolorida. Quizá los demás tenían razón. Decidió considerarlo una cuestión numérica. Mejor dejar morir a una persona que no a veintitrés. Un sacrifico cruel pero necesario.

 

La función de la noche dio comienzo con un lleno sin precedentes. Niños, padres y abuelos ocupaban los bancos, animados por asistir al circo, el mayor espectáculo del mundo, sin sospechar que esa noche la entrada incluía una muerte en directo. En el centro de la pista de arena, el elegante y trajeado maestro de ceremonias anunciaba la sucesión de números que hacían las delicias de todos los espectadores. Daba igual la ciudad donde estuvieran. Estaba comprobado que universalmente la gente siempre se reía con los payasos patosos, aplaudían a rabiar los desfiles de animales y se quedaban boquiabiertos con las peligrosas acrobacias. Y si había un número favorito, ese era sin duda el trapecio. Por eso cuando aparecieron en escena Toni y Karina, enfundados en sus ajustadas mallas blancas y doradas, el público les recibió con una calurosa ovación. El circo quedó en penumbra y unos potentes focos azules iluminaron a la pareja de acróbatas mientras trepaban por la escalerilla de cuerdas hasta la plataforma de salida. Una vez a quince metros de altura, los dos saludaron de nuevo al público, que correspondió con un aplauso, se espolvorearon las manos con talco, y cada uno subió a su trapecio.

     A Toni le recorrió un sudor frío cuando se encontró frente a frente con los ojos de Karina. Atrás quedaban largas tardes de ensayos y de complicidad en la soledad de las alturas. La confianza ciega imprescindible para realizar sus arriesgadas y vistosas piruetas terminaría partiéndose aquella noche. La chica no podía sospechar que sería su última actuación. Mejor así. Karina sostuvo fijamente la mirada e inclinó ligeramente la cabeza para indicarle que estaba preparada. Toni permaneció absorto en sus pensamientos hasta que el redoble de tambores le hizo reaccionar.

    Los dos, suspendidos en el vacío, dieron unos primeros impulsos a las cuerdas y comenzaron a columpiarse. No tenían red elástica que amortiguara las caídas. Nunca la habían tenido. Porque para qué engañarse, un elemento de seguridad disminuía la emoción de unos espectadores que demandaban riesgo y peligro. El público no sentía un pellizco de vértigo en el estómago si los trapecistas no arriesgaban sus vidas.

     Toni y Karina empezaron con espectaculares volteretas en sus propios trapecios mientras adquirían una mayor velocidad de balanceo. Después, Toni se colgó boca abajo, anclando sus rodillas en la barra metálica, y estiró sus brazos para recibir a Karina. Cuando ambos trapecios se acercaran en su movimiento pendular, la joven rusa saltaría desde el suyo y, tras una pirueta, se agarraría a los brazos de Toni. Aprovechando ese instante, él únicamente tenía que dejar quietas sus manos. No era necesario apartarlas ni un milímetro. Bastaba con no sujetarla y la chica caería y se estrellaría contra el suelo quince metros más abajo.

    La joven tomó impulso en el momento adecuado, soltó las cuerdas y saltó de su trapecio. Durante unos segundos en los que el público contuvo la respiración, Karina dio una voltereta completa en el aire y se lanzó con elegancia a los brazos de su compañero.

     Toni agarró con fuerza las manos de la chica.

     En medio de un gran aplauso, la pareja se mantuvo unida balanceándose un par de veces más hasta que aprovechando la inercia conseguida, Karina se giró y voló de nuevo por los aires aferrándose de vuelta a su trapecio. Mientras, con una ágil pirueta, Toni se puso en pie sobre la barra. La altura y el contraste de luminosidad apenas le permitían intuir movimientos en tierra firme, pero sabía que sus compañeros se mantenían a la espera, dispuestos para avisar a los servicios de emergencia, evacuar al público y fingir un gran dolor ante la terrible desgracia que iba a ocurrir. Sólo restaba cumplir lo pactado. Pero aunque aún dispondría de varias oportunidades para provocar el accidente, el trapecista ya había aceptado que no era capaz de sacrificar una vida humana. No tenía ni el valor ni la sangre fría para traicionar a su compañera, así que se concentró en el ejercicio, tensó sus músculos, y esta vez fue él quien ejecutó con precisión un doble mortal en el aire para terminar en el mismo trapecio de Karina. La pareja se columpió entonces cara a cara sosteniéndose en las mismas cuerdas y Toni le dedicó una sonrisa a la joven cuya importancia quizá ella nunca llegara a valorar. A continuación, con una coordinación impecable, ambos entrelazaron sus piernas en la barra y se colocaron boca abajo, dándose la espalda y contrapesándose el uno al otro mientras el trapecio continuaba en su imparable y acelerado vaivén. El fascinado público tenía la impresión de que terminarían rozando la cúpula de la carpa.

     Los dos acróbatas se agarraron fuertemente por las muñecas, y Toni desenredó sus piernas dejándose caer de forma que se quedó colgado de las manos de Karina. Sin embargo, los dedos de la chica no hicieron la fuerza de costumbre. La joven rusa dejó las manos sudorosas estiradas y los dedos de Toni se resbalaron a pesar del talco y de su insistencia por aferrarse a la vida.

     En su inevitable caída, el trapecista clavó sus desorbitados ojos en los fríos y calculadores de su compañera y comprendió lo ocurrido. Ella sí había sido capaz. Una mentira a dos bandas que aseguraba resultados si al menos uno de los dos cumplía lo pactado. Vosotros los trapecistas estáis cubiertos por el seguro de vida más elevado de todos. No es nada personal, fue lo último que recordó el cerebro de Toni mientras se precipitaba al vacío. El trapecista terminó su veloz descenso de quince metros de altura estrellándose brutalmente contra el suelo, emitiendo un crujido seco al partirse la columna y el cráneo en el acto. Su ajustada malla blanca y dorada se tiñó de rojo, y por la arena comenzaron a fluir finos riachuelos de sangre.

     Del público puesto en pie surgieron chillidos desgarradores y el jefe de pista se llevó las manos a la cabeza simulando una gran sorpresa por lo sucedido. Los saltimbanquis y el forzudo acudieron corriendo y se arrodillaron alrededor del cuerpo del trapecista, más para comprobar que estaba bien muerto que para lamentarse por la pérdida. Mientras, el payaso llamaba a los servicios de emergencia, avisando entre fingidas lágrimas del terrible accidente que acababan de sufrir en el circo.